Felicidad

|
Carlos vive junto a la vía del tren. Y no precisamente debajo de un puente. Su casa de madera saca pecho entre todos los chalets de piedra que miran al sol que, fiel a la cita, sale de detrás de las montañas cada mañana.
En su jardín florecen las rosas, maduran los manzanos y en primavera, el olor de los almendros inunda las instalaciones deportivas cercanas, que rompen el paisaje como un cuchillo que rasga la carne.
Se levanta todos los días antes del alba y recorre a pie y en compañía de sus perros los caminos que se pierden en infinitas curvas allá en el horizonte.
Cuando el hambre aprieta regresa a su casa a devorar el desayuno preparado por, “esa rumanita algo rebelde pero con un gusto extraordinario para la cocina.”
Con el medio día en el reloj, desciende a la inmensa parcela que rodea su casa. Se pone los guantes, se remanga la camisa cuidadosamente almidonada y carga la carretilla con un puñado de ladrillos. Solamente los mueve de un lado a otro de la finca hasta que el sudor y el paso del tiempo le avisan de que es la hora de comer.
Después lee, juega la partida con el cura y espera a que llegue el domingo para ir a misa.

Carlos tiene mucho dinero, tanto que desplazar ladrillos es la única actividad laboral que se auto impone todos los días. Tiene aquello que todo el mundo anhela y sin embargo no parece feliz. Al contrario, la imposibilidad de dar rienda suelta a su pasión le hace sentirse inseguro, insatisfecho e indefenso en un mundo que, para su desgracia, se extiende más allá de los límites marcados por la tapia de la casa.
Al verle en su enorme coche, escuchando música para aquellos que están solos, uno puede darse cuenta que el dinero puede convertir el hecho de estar vivo en un accidente.
Éste le ha protegido de las inclemencias del tiempo, le ha proporcionado comodidades a las que muy pocos aspiran, le ha secado el sudor de la frente y le ha hidratado sus manos de pianista. Sin embargo, no le ha dado el valor de salir ahí fuera a enfrentarse con una realidad a la que no se le dan bien los números. No es casualidad que los ricos acaben muriendo siempre solos.

“Rosebud ”
Ciudadano Kane

No vuelvo a comer pescado

|
-¡ A ver a ver, abre bien la boca chico ¡- me pidió la doctora mientras situaba la lámpara de luz naranja lo suficientemente cerca de mi boca como para dejar en evidencia mi garganta.
-Ahí está, la veo. Está clavada entre la epiglotis y…-yo ya no la escuchaba. Me acomodé en el diván y esperé a que la señorita procediera. -Aquí la tienes-, me dijo mostrando la espina de pescado que me acompañaba desde hacía 1 hora. -¿La quieres?, puedes guardarla cómo hacen los críos con sus dientes.
-Mejor se la queda usted doctora. Ya he tenido suficiente- espeté mientras me incorporaba y volvía a sentir pasar el aire a través de mis pulmones.

Ni los 400 gr de miga de pan, ni los 10 vasos de agua ni la ayuda en vano de los colegas habían conseguido librarme de esa compañera que pasó del mar a la cazuela, de ahí al plato y finalmente a mi garganta. En el trascurso de esa hora yo pasé de tener un hambre feroz a recorrer los pasillos del hospital en búsqueda de ayuda, de encontrar miradas inhumanas de bedeles que detestan su trabajo, de la frialdad polar por parte de las secretarias de la recepción del hospital a la redención a través de unas pinzas.

Regresé a casa pensando en lo bien que está uno cuando está vivo y tiene la suerte de respirar el aire tóxico de Madrid. Nos van pasando cosas que se quedan clavadas en nuestras gargantas y que nos indican por qué parte del camino debemos de continuar andando. Somos frágiles, estamos expuestos a mil peligros a pesar de que creamos que podemos hacer y deshacer a nuestro antojo. Simples mortales que creen tener su vida bajo control.
Paso por delante del enorme ventanal de la sede de la Iglesia de la Cienciología. Me paro a observar mi propio reflejo en los inmaculados cristales. En el interior, un grupo de personas de aire melancólico buscan una razón para seguir viviendo. La respuesta la tiene un formulario de aptitud, previo pago de 30 Euros. Lo que sea con tal de tener una razón para seguir, con tal de encontrar una verdad que de sentido a todo.
Al final la única verdad que hay es que la distancia entre la vida y la muerte tiene el grosor de una espina de lenguado. Ni más ni menos.

“Sé que has venido a matarme.¡ Dispara, cobarde!, sólo vas a matar a un hombre.”
Encarando a su asesino, Mario Terán, un soldado boliviano. Ernesto " Che" Guevara