Ellas caminan con el paso lento y la conciencia tranquila. Se mezclan con el bullicio de la estación de metro, con los sonidos de trenes cuyas tripas van cargadas de mujeres solteras, de hombres rudos de manos hinchadas por el frío y de estudiantes que esa mañana no asistirán a la fuerza a la escuela. Ellas caminan con el paso lento y la conciencia tranquila. Tienen una razón para vivir y otra para morir. Sus corazones laten al mismo ritmo, un ritmo marcado por el odio hacia un gobierno absolutista y opresor, que envió a sus hijos y maridos al cadalso. Son la imagen del horror pero nadie lo sabe. Ellas caminan con paso lento y la conciencia tranquila. Al igual que los trenes, esconden un pasajero abrazado a sus cinturas. Cinturones cargados de explosivos. Dudan, quieren echarse atrás, huir de sus vidas, correr, levar esa carga y mojarse los pies en la orilla del mar.
No pueden, el odio es más pesado que el cemento y alguien tiene que pagar por esos crímenes. Hace frío y sin embargo, sus cuerpos arden porque el momento se acerca. Se miran la una a la otra y sin decir nada saben que el momento ha llegado.
Nadie se acordó nunca de ellas. Al menos la gente no olvidará un día como el de hoy.
Por fin descansarán. Caminan un poco más. Su conciencia está tranquila porque hacen lo correcto. Llegan al punto elegido para apretar el botón que activará el mecanismo. Ahora podrán acurrucarse entre los brazos de sus maridos caídos, de sus hijos sacrificados. Sus dedos palpan en la oscuridad la hebilla del cinturón. Cierran los ojos y cumplen su promesa. Silencio.
Ya está. Es el horror. Ahora están en paz y el mundo en guerra.
“Todas las guerras, desde el principio de la civilización, se hacen con sangre, son iguales, sólo son diferentes las explicaciones” Samuel Fuller
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