En el ascensor

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Como siempre, cada vez que quiero acceder a mi ratonera situada a varios metros del suelo madrileño, tengo que coger el ascensor.

Me encanta compartir este pequeño ataúd con otras personas simplemente por el hecho de notar la sensación de sorpresa que surge cada vez que varios conocidos de vista , que jamás han ido más allá del simple buenos días, se dan cita en este micro espacio comunitario. Si el compañero de celda es una anciana, la acción está garantizada, y muy probablemente te haga un repaso de sus vida cotidiana que va desde su hija, la que vive en Francia, hasta las reparaciones del maldito radiador. Si se coincide con una muchacha o un chavalote joven, es probable que la conversación gire en torno a la guitarra que anda siempre enroscada como una anaconda a mi cuerpo perro. Si por el contrario, es el vecino del sexto, aquel de Fuerza Nueva, la tensión, seguida de miradas fijas a una de las paredes del ascensor, se palpará hasta que el oxígeno regrese de nuevo al interior del cubículo al llegar a mi destino.

En todo caso, la experiencia no tiene desperdicio nunca y, es siempre más que interesante sacar el mayor rendimiento a todas y cada una de estas situaciones. Un poco como hacemos en la vida diaria. Nos cruzamos con gente con la que no conseguimos encontrar un sujeto de conversación ni a tiros, o con los que despedirse es aún más duro que fajarse de L. M., y casi nunca tenemos la oportunidad de discutir con esa persona que cubre las paredes de nuestra habitación. Hasta el hecho más intrascendente puede dar mucho juego.


Decía Ozzy Osbourne, Príncipe de la Tinieblas, que hay que tratar bien a las personas cuando subimos porque siempre nos las encontraremos cuando nos toque bajar. Y no precisamente en ascensor. Para que luego digan que este tipo perdió la cabeza el día que mordió a un murciélago.

“ Descubrí el secreto del mar meditando sobre una gota de rocío” Antonio Machado

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